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Informazione sulla pubblicazione:
Recensione: JOHANN BAPTIST METZ (mit Johann Reikerstorfer), Memoria Pas-sionis. Ein provozierendes Gedächtnis in pluralistischer Gesellschaft

 
 
 
Foto Oviedo Lluis , Recensione: JOHANN BAPTIST METZ (mit Johann Reikerstorfer), Memoria Pas-sionis. Ein provozierendes Gedächtnis in pluralistischer Gesellschaft, in Antonianum, 82/3 (2007) p. 596-601 .
Sommario in spagnolo:

Metz es uno de los teólogos alemanes vivientes más conocidos; su teología ha conocido un gran impacto desde la década de los 70. Este nuevo libro representa lo último, el punto de llegada, de su reflexión, casi un “testamento teológico”. La importancia del autor y el carácter de la obra invitan a una atenta lectura, por cuanto tiene de diagnóstico teológico de una época, de recapitulación del propio modelo teórico y de la propia contribución a la reflexión cristiana. El paso del tiempo no es indiferente a las propuestas teológicas, y esta nueva versión de las ideas de Metz nos ayuda a re-situar su pensamiento en un contexto distinto y a calibrar su validez.

Como indica el título latino del libro, la memoria de la pasión, del sufrimiento y de las víctimas inocentes constituye su reivindicación central, el hilo conductor de toda la obra. Metz invita de forma provocativa a poner la memoria de las víctimas en el centro del discurso teológico, para evitar algunas de sus fugas y de sus tendencias contemporáneas hacia la privacidad y el distanciamiento de la historia y de lo real.

El tono del libro es más bien reflexivo, a veces de protesta y de reivindicación. Su redacción cuenta con la declarada colaboración de un segundo autor, a quien Metz agradece vivamente, pero no está muy claro como se distribuye la autoría, o cuál es el alcance de esa colaboración. De todos modos, para quienes conocen el estilo y el fondo de Metz, este libro está en perfecta sintonía con lo ya publicado por el autor.

El libro se distribuye en dos partes: la primera y principal se titula: “Memoria passionis – in vistas al mundo”. Cuenta con cuatro grandes apartados, que trataré de resumir. La segunda es más breve (apenas 50 páginas) y plantea una especie de propuesta metodológica para la “fundación” del discurso teológico.

El primer apartado se titula “En la historia de sufrimiento y catástrofe de este tiempo”. Cuenta a su vez con varios apartados. Ante todo se plantea el retorno de la cuestión de la teodicea; el autor ofrece un repaso al proceso histórico sufrido desde S. Agustín hasta el intento contemporáneo de superación de la misma trasfiriendo el sufrimiento a Dios mismo, una idea que asume una forma mística. Metz muestra su insatisfacción ante estas tendencias que podrían desembocar en las típicas figuras de la religión del consuelo. Desde estas primeras páginas se apunta más bien a una religión de la compasión, capaz de tomar en serio el sufrimiento de las víctimas, no de mistificarlo. La cuestión de la teodicea, en su opacidad, se convierte en llamada de atención hacia quien sufre o ha sufrido en la historia, y no en un intento de apaciguar los ánimos. La teología deviene entonces un ejercicio de memoria ante Dios que no permite “normalizar” el pasado ni el presente, ni invita a la resignación, sino a la resistencia y a la expectación escatológica.

El resto de este primer apartado toma la tragedia de Auschwitz como un “signo de los tiempos”, o más bien un “ultimátum” que plantea un desafío a la teología, para tomarse en serio el papel histórico-salvífico del pueblo judío y a una conciencia escatológica más aguda. De todos modos, el paso más audaz – a mi modo de ver – reside en la reivindicación “nominalista” de la singularidad histórica y del alcance teológico de esas “contingencias” más allá de una visión “universalista” o generalizable y abstracta (44 ss.). La magnitud de eventos como el que representa Auschwitz supone una profunda fisura en el modelo metafísico que ha dominado la teología occidental, y obliga a un discurso diverso sobre Dios, más enraizado en la experiencia histórica. La cristología es la más afectada por este cambio, pues es llamada superar la dimensión soteriológica y asumir una posición más centrada en el problema de la teodicea y su negatividad; una reflexión menos sensible al pecado y más al sufrimiento de las víctimas del mismo (58). La queja repetida de Metz se dirige contra la voluntad de olvidar que caracteriza la actual tendencia al progreso; su reivindicación es de una “razón anamnética” o capaz de hacer memoria de las víctimas.

El segundo apartado propone una especie de diagnóstico del presente bajo el título “En tiempos de crisis de Dios”. La crisis religiosa que aflige a una buena parte de las sociedades occidentales y que se expresa como “secularización” no representa sólo un olvido de la dimensión trascendente, sino también de lo humano, como señalan otros críticos culturales. Metz contesta una vez más el argumento trascendental a favor de la existencia de Dios, a partir de su crítica contra todo planteamiento metafísico o apriorístico que olvida las situaciones vitales concretas. También son objeto de crítica las propuestas trascendentales de la comunicación, pues ignoran que el punto de partida no puede ser la capacidad argumentativa, sino el sufrimiento real de los sujetos. Además, es necesario asumir también el sufrimiento pasado, lo que difícilmente pueden hacer las propuestas anteriores. El nuevo programa – no tan nuevo – apunta a una teología más narrativa y en grado de mantener viva esa memoria y de revitalizar la praxis de la Iglesia, más allá de las formas sectarias y carismáticas, que al autor parecen insuficientes (90 s.). De ahí surge también la figura del “grito” como invocación, sensible al sufrimiento del mundo y abierto a la compasión.

Cierra este segundo apartado un curioso capítulo que reivindica la memoria de Rahner y sus esfuerzos por “volver público el discurso sobre Dios”. Rahner aparece en estas páginas como el abogado de una apertura anti-sectaria de la Iglesia, y de una decidida conexión entre doctrina y vida. Todo un homenaje a quien fue su maestro.

El tercer apartado se titula “Contra el hechizo de la amnesia cultural”, y tiene el tono de una crítica a la cultura contemporánea. Se pronuncia ante todo contra las visiones de una “temporalidad sin término”, una especie de “eterno presente” que encandila el ambiente social. Metz invita más bien a mantener la conciencia apocalíptica, de una historia que apunta a su fin. La cuestión de la temporalidad es esencial en su opinión, y la pone al mismo nivel que la cuestión sobre Dios. Sucesivamente se reivindica una percepción del cristianismo “irritante”, capaz de suscitar riesgo y crisis, no seguridad y quietud (144).

El cuarto apartado plantea una revisión de la identidad y la misión del cristianismo en la era de la globalización. El programa que deriva del nuevo contexto se expresa con un solo término: compasión. El discurso sobre Dios, y sobre todo la cristología, se orientan al anuncio de compasión. De hecho la compasión que nace de una atención a los que sufren se convierte en el centro de su propuesta de una “ética global” y de un “ecumenismo de las religiones”  (172 ss.). Su propuesta motiva incluso un “programa de reforma de la Iglesia a partir de la memoria de la pasión” (185 ss.) más allá de las tendencias a la privatización.

El último capítulo de esta parte plantea una estrategia para confrontar las tendencias a la secularización y el laicismo como marca cultural en buena parte de Europa. Se trata de una visión pluralista en la que se garantiza el espacio para que puedan convivir distintas propuestas de sentido y, sobre todo, la memoria del dolor que se acumula en el continente y su exigencia de redención, como base de una forma distinta de humanismo. La memoria es esencial, según Metz, para dar un “ethos” a la democracia (202).

La segunda parte, mucho más breve, aborda la posibilidad de un “procedimiento fundativo” que parte de la necesidad de recuperar el “carácter dialéctico de la razón anamnética”. Reprocha la exclusión en el programa de la razón occidental de la dimensión de la memoria, que probablemente la fe cristiana puede aportar mejor que nadie. Sin esa dimensión, la idea de lo humano amenaza con perder su verdadero sentido, para volverse algo puramente natural y técnico, incapaz de asumir una actitud responsable hacia los demás que sufren.

Sucesivamente el autor se ocupa del sentido de las ciencias humanas, tan venidas a menos en el panorama académico actual. Metz propone que sean ejercicios teóricos en los que se echa en falta una cierta dimensión en la cultura dominante, capaces de integrar la parte de lo humano que se pierde en los discursos más técnicos y abstractos. Los últimos breves capítulos constituyen una apología a favor de la “cultura de la memoria” contra la del “discurso”; de la capacidad veritativa de la narración en el diálogo interreligioso; y de la “Memoria passionis como categoría fundamental de la teología política”, es decir, una teología vuelta al mundo, no privatizada o ensimismada, sino capaz de asumir el reto del dolor en un mundo globalizado y plural.

Tratando de hacer un balance, la nueva entrega de Metz aporta pocas novedades para quienes le seguimos desde su influyente obra La fe en la historia y la sociedad (1977). Treinta años más tarde el teólogo reivindica ante todo la vigencia de su proyecto, que – en su propia perspectiva – no ha perdido su significado original a pesar de los profundos cambios ocurridos desde entonces: secularización, globalización, pluralismo cultural y religioso, auge de la ciencia y de la técnica… Más bien, al contrario, Metz considera que todos esos cambios vuelven más urgente su proyecto original, una teología centrada en la memoria de las víctimas y capaz de provocar compasión y crisis. Considero que el libro ofrece una buena ocasión para entablar un diálogo sobre el tema de fondo: cuál es la teología más conveniente en las nuevas condiciones sociales y culturales.

El énfasis de Metz en el problema de la teodicea y en la cuestión del sufrimiento injusto como “lugares teológicos” primordiales es sin duda alguna saludable, y su recordatorio constituye un antídoto contra tendencias más tranquilizantes o contra las nuevas formas de teología liberal, que no dejan de adaptarse de forma demasiado sumisa los procesos de la modernidad. Lo cierto es que sin la percepción de una exigencia de redención, difícilmente se puede anunciar la fe como una propuesta razonable o conveniente; cuando falta la memoria del sufrimiento, la fe se vuelve en el mejor de los casos redundante, y en el peor molesta y objeto de sospecha. Seguramente el carácter excesivamente complaciente de una buena parte de la cultura occidental, tan satisfecha y segura de sí misma, está en la base de los intentos más recientes de desprestigiar la dimensión religiosa y de atacarla como una realidad nociva. En todos esos ataques contra la religión, sobre todo los que provienen del ambiente científico, ciertamente se pierde el recuerdo del sufrimiento, o se silencia.

No obstante lo dicho, hay algunos problemas que no podemos ignorar cuando se enfatiza demasiado el modelo presentado por Metz. En primer lugar, la cuestión de fondo parece que es la del lugar y la función de la fe en un ambiente que ya ha dejado de ser culturalmente cristiano y cuyos niveles de secularización plantean una seria amenaza a las Iglesias. No estoy seguro de que baste la fórmula de Metz, que hace de las comunidades cristianas ámbitos más sensibles a la historia de sufrimiento y lugares de la compasión, para afrontar el problema. Temo que en ese caso se pueda seguir profundizando algunas tendencias a la secularización interna, que convierten a la fe en un impulso ético, un proyecto que ya ha mostrado en las últimas décadas sus fracturas. La fe y la teología necesitan mantener un balance entre la sensibilidad ante el sufrimiento y el anuncio de una trascendencia que salva, más allá de los límites que siempre observamos incluso cuando más se trabaja desde la compasión.

Otro límite es la contraposición entre sufrimiento y pecado, y la acusación que hace Metz de que las Iglesias se habrían vuelto más sensibles al segundo que al primero. En mi experiencia, y también en mi estudio, no parece justa dicha distinción, al menos desde el punto de vista teológico: el sufrimiento a menudo está vinculado al pecado; en muchas ocasiones el pecado es causa de gran sufrimiento; digamos que es la forma de sufrimiento que la Iglesia mejor puede gestionar. El dolor físico puede gestionarse con tratamientos paliativos; el que deriva de la escasez, con recursos económicos y agencias de ayuda; el dolor psicológico, con terapias adecuadas. La especialidad del sistema religioso es la gestión del dolor moral, de la culpa y del pecado como egoísmo o incapacidad de amar; se trata de aspectos que nunca pueden ser atendidos desde otras esferas especializadas, y que requieren de forma imprescindible la atención religiosa, o mejor, cristiana. En ese sentido tiene razón Metz cuando reclama un discurso de la memoria del sufrimiento inocente que exige redención, pues la respuesta a un cúmulo de dolor como en que se asocia a las grandes catástrofes históricas y a los fracasos personales, sólo puede ser dada desde un esquema de redención trascendente, pero no desde un discurso político o un ejercicio de la compasión, a no ser que ésta se vuelva anuncio de esperanza y de salvación más allá de las contingencias del presente.

Estas reflexiones no pretenden limitar el alcance de la obra de Metz, que impactó de modo significativo nuestra generación, y de forma particular mi propia formación teológica, sino más bien situarlas en el nuevo contexto que domina la secularización, una cultura muy plural, fuertemente determinada por la mentalidad científico-técnica y que vive una dura competencia entre ofertas religiosas y orientaciones laicistas. Sólo desde el punto de vista de esas nuevas exigencias, la memoria del sufrimiento aporta su imprescindible componente de resistencia contra las tendencias que, privándonos de religión, nos privan del único consuelo y esperanza que a menudo nos queda ante ciertas limitaciones y expresiones de dolor propio y ajeno.

 



 
 
 
 
 
 
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