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Relationes bibliographicae: La nueva sociologia de la ciencia y su rendimiento teológico

 
 
 
Foto Oviedo Lluis , Relationes bibliographicae: La nueva sociologia de la ciencia y su rendimiento teológico, in Antonianum, 78/1 (2003) p. 153-161 .
Sommario in spagnolo:

Hace tiempo que la ciencia es objeto de la observación sociológica; contamos con una plétora de autores consagrados y de obras que ya son verdaderos clásicos, al menos desde los estudios de Merton en los años 50. La sub-disciplina ha conocido algunos “giros” desde entonces, ha protagonizado debates varios, internos y externos, y es hoy un punto de referencia obligado para toda buena epistemología y metodología científicas. A través de la reflexividad que impone se vuelven más patentes y claras las precomprensiones latentes, se explicitan los modelos de comportamiento implícitos y se comprende mejor el funcionamiento de un “campo” o “sistema” que suele presentarse de forma demasiado simplificada. Estoy convencido de que el conocimiento de las dinámicas que guían la producción científica puede redundar en una mejor comprensión de las difíciles relaciones entre la teología y la ciencia, y, también, en una conveniente revisión de la misma teología, de sus métodos y de la propia imagen que de ella tenemos quienes somos sus “practicantes”.

Utilizo dos obras recientes para motivar la reflexión, que debería ser desarrollada de forma mucho más amplia. Se trata, en primer lugar, del último libro de Pierre Bourdieu, publicado cerca de la desaparición de su autor, uno de los más relevantes de la última gran generación sociológica, seguramente junto a Niklas Luhmann, la otra gran pérdida de los últimos años. La madurez, erudición, originalidad y compromiso de Bourdieu constituyen una garantía de la calidad de su aportación. El libro nos pone al día sobre los debates y puntos más sugestivos en la actual sociología de la ciencia y aporta una visión propia con la aplicación de su propio método o “estilo”. El teólogo, sobre todo el especialista en Fundamental, puede aprender mucho leyendo esas páginas, donde no es difícil trasladar los casos expuestos al propio campo de la producción teológica y de sus dinámicas institucionales.

El segundo libro, editado por un equipo canadiense, ofrece algunos de los desarrollos más pertinentes de esa rama de la sociología para su utilización en el diálogo con la teología. Su mérito consiste en mostrar la gran relevancia que tienen las investigaciones de la sociología de la ciencia a la hora de redefinir aquellas problemáticas relaciones.

 

El libro de Bourdieu transcribe el que fuera quizás su último curso en el Collège de France, casi un testamento, en el que reflexiona sobre las lógicas que presiden la producción en el campo científico, para después aplicarlas a la misma sociología, otro “campo peculiar”, iluminado a modo de ejemplo por su propia trayectoria profesional desde los años 60, en lo que puede ser considerado una breve autobiografía intelectual.

Bourdieu ya había abordado el campo científico en su libro del 1984 Homo accademicus, y antes en algunos artículos. Su metodología de análisis, tan fecunda en todos los campos a los que ha sido aplicada, demuestra también su utilidad en este caso particular. De hecho no es difícil rastrear allí las dinámicas de intercambio de “capital simbólico”, los “hábitos” que determinan ese campo, así como su propia lógica, diferenciada hasta cierto punto, aunque comparte características de otros campos sociales.

La primera parte expone el estado de la cuestión, las distintas aportaciones que han hecho los autores más conocidos en la sociología de la ciencia y lo que hoy se denomina Science Studies. Bourdieu conoce a fondo la bibliografía, y muestra los límites de otros enfoques antes de proponer su propia visión. Se detiene de forma particular en los autores que han enfatizado en las últimas décadas el carácter de “producción” y “construcción” que tiene el trabajo de laboratorio, la publicación de los resultados y su fijación. Toda una “escuela” en la que destaca Bruno Latour ha acentuado dichos aspectos, que hoy no son ningún secreto. Tal percepción obliga necesariamente a tener en cuenta las condiciones sociales, lingüísticas y culturales que determinan el trabajo científico, en conexión con la sensibilidad postmoderna y su énfasis en la textualidad. Como resultado, la tensión entre constructivismo radical y realismo es inevitable y reclama soluciones alternativas que eviten un aut-aut poco operativo.

La segunda sección se titula “Un mundo aparte”, y analiza con el método propio de Bourdieu las características principales del campo científico, como “campo de fuerzas”, y del capital simbólico que le es propio, o “capital científico”. Como en todo “campo” también es este caso sus “agentes” luchan por la distribución del capital, que puede expresarse como reconocimiento científico, y que implica un cierto crédito por parte de los demás agentes (72). Resulta interesante la descripción de la rivalidad característica en el campo: entre los “dominadores” o el establishment institucional, y los “desafiantes” o recién llegados, que presionan con nuevos métodos e ideas para revisar el orden actual y sus intereses. Los primeros son siempre punto de referencia, ejercen una vigilancia estrecha y sólo pueden mantener su posición a partir de un esfuerzo constante de renovación. Los segundos obtienen victorias a partir de una redefinición de los límites del campo, una redistribución de fuerzas o la creación de una nueva disciplina.

La noción de “hábito” muestra su utilidad analítica; con ella se instaura una crítica a la labor científica como tarea lógica, escolástica, consciente, y se apunta más a la idea de “oficio”, “un sentido práctico de los problemas a tratar y de los modos de tratarlos” (78). Se trata de una “maestría”, casi un arte (Polanyi) que no se aprende en los manuales, sino que se hace dentro del campo, más con la regularidad que con la regla, y con la asunción o interiorización del “campo”. Esos hábitos pueden ser disciplinares y particulares, o bien vinculados a la trayectoria y a la posición en el campo.

La idea de campo contribuye también a una visión más realista de las relaciones en su interior, donde a menudo se ha idealizado el sentido de colaboración científica y solidaria, y se olvida la fuerte concurrencia y las condiciones estructurales. Bourdieu sostiene la idea de una cierta “autonomía del campo científico”, que se percibe a partir de la regulación del “derecho de ingreso” en el mismo, y es el resultado de conquistas históricas. Su punto de llegada es la constitución de un universo en el que cada “productor de ciencia” reconoce sus “clientes” en sus más feroces concurrentes (108), en aquellos más autorizados y capaces de criticar y destruir las propias tesis y resultados; sólo de ese modo la producción científica se salva del relativismo.

Bourdieu analiza detenidamente el capital específico del campo estudiado. Ante todo su existencia depende de la capacidad de percepción de los agentes, quienes a su vez aprenden dentro del campo a apreciar dichas “cualidades distintivas” (110) en su práctica concurrencial. Existen algunas reglas: la de visibilidad, que otorga más capital a quienes tienen una posición mejor en la jerarquía social, la distinción entre capital temporal – vinculado a los cargos académicos – y específicamente científico, vinculado al prestigio internacional, con sus contaminaciones mutuas. No es extraño que la dinámica en el campo se caracterice entonces como “lucha regulada” entre los agentes que se esfuerzan por mantener y conquistar posiciones, o mejor, el capital disponible y que ellos mismos crean. Las características fundamentales del campo científico aparecen ahora más claras: la “clausura” del mismo, que implica la concurrencia entre “pares”; y la orientación de la lucha para lograr la mejor representación de lo “real”, lo que implica la aceptación del arbitraje de la realidad a través de los medios disponibles (136 ss.). Todo ello conduce necesariamente a aceptar el carácter histórico de la producción científica, siempre ligada a las dinámicas que presiden su campo de producción, pero se evita la recaída relativista en cuanto se asume el presupuesto del sometimiento ilimitado a la crítica y a la revisión de teorías por parte de los colegas hasta llegar al acuerdo, lo que confiere a la elaboración científica un estatuto de verdad. Como dice Bourdieu: “La ciencia es una construcción que hace emerger un descubrimiento [énfasis del autor] irreductible a la construcción y a las condiciones sociales que lo han hecho posible” (151), una posición que denomina “racionalismo realista”.

La tercera parte ofrece una revisión, a partir del modelo desarrollado, de las ciencias sociales, a las que afectan también las características del campo científico, aunque con algunas peculiaridades. En primer lugar por su carácter “controvertido”, pero sobre todo por ser una reflexión de segundo grado: “una construcción social de una construcción social” (172), a menudo en concurrencia con la filosofía y otras disciplinas. La cuestión es cómo “objetivar” esa realidad, para lo que el autor reclama una “objetivación” de las condiciones sociales del trabajo sociológico, la forma en que se expresa “el interés en el desinterés”, algo que conduce necesariamente a un “auto-analisis” en grado de mostrar los propios vínculos en la producción sociológica. El autor se compromete a aplicar él mismo ese principio ofreciendo un repaso de su itinerario intelectual, con sus propias luchas y posicionamientos en el propio campo.

En síntesis, la tarea científica recobra su rigor y un estatuto más realista precisamente a partir de una consideración constructivista de la misma, capaz de iluminar las condiciones de posibilidad del acceso a la verdad, sin ignorar la suma de determinaciones de todo tipo que presiden la actuación de sus agentes. Es iluminadora la metodología utilizada, en cuanto manifiesta vínculos y condiciones más allá de la percepción idealizada, pero al mismo tiempo sostiene la capacidad del trabajo científico de descubrir paulatinamente la realidad y de describirla de forma veritativa, más allá de sus propias condiciones determinantes, o bien gracias a ellas.

No estoy seguro, a pesar de todo, de que ese mismo criterio pueda aplicarse a las ciencias sociales y que consigan superarse la paradojas asociadas a su alto nivel de reflexividad, de las que Luhmann era especialmente consciente, por mucho que se intenten objetivar las propias condiciones de producción. Considero que ese “caso particular” seguirá siéndolo y que su validación de lo real será siempre demasiado mediatizada y construida a su vez, a diferencia de las ciencias físicas o biológicas. Seguramente la consideración de la magna obra de Luhmann Wissenschaft der Gesellschaft hubiera sido de gran ayuda. Dejo para el final de las recensiones las posibles lecciones que puede extraer la teología de todo esto.

 

Aumentan las aportaciones de distinto signo que intentan profundizar las relaciones entre ciencia y teología, sobre todo en el ambiente norteamericano. Todavía quedan abiertas posibles vías de exploración y todo parece indicar que seguiremos recibiendo abundante literatura sobre el tema en los próximos años. Una perspectiva que puede ser útil a ese respecto es la que aporta la sociología de la ciencia, o bien lo que se ha dado en llamar Science Studies; su mirada a menudo crítica y desmitificadora contribuye a relativizar las pretensiones excesivas de los cientifistas y a encontrar conexiones inesperadas entre el ámbito de la religión y el de la ciencia; todo ello ayuda a replantear mejor el diálogo entre ambos campos, un esfuerzo que convoca a muchos autores en los últimos años.

Ciertamente las cuestiones que están surgiendo en nuestro tiempo en torno a la difícil interrelación entre ciencia y teología son susceptibles de diferentes visiones y metodologías; algunos científicos intentan sus propias interpretaciones, y a veces caen en el reduccionismo; la teología ofrece por su parte sus específicas consideraciones, lo que desemboca en una especie de “teología de la ciencia y de la técnica”, con dignos precedentes (Rahner, Pannenberg… últimamente también Moltmann) y un proceso de maduración en curso; las ciencias sociales ofrecen por su parte una visión tal vez más neutral – aunque a menudo también están implicadas de la discusión – y en todo caso sus sugerencias son siempre interesante.

El libro colectivo que comentamos constituye una aportación muy oportuna y una exposición muy clara de los problemas recientes en ese ambiente, a partir de una aplicación inteligente de la metodología weberiana. Sus análisis constituyen una reflexión sólida que apunta a una comprensión más compleja y útil de las relaciones entre fe religiosa y ciencia. Los autores representan una propia “escuela”: el “Toronto Approach”, que ha sido una especie de sección del programa financiado por la Templeton Foundation, la institución que más ha hecho y hace en favor de los estudios de fe y ciencia.

El punto de partida del libro es la percepción de que la sociología de la ciencia ha alcanzado ya un nivel que consiente aplicaciones de interés en el campo señalado y puede mejorar las condiciones del diálogo, especialmente en cuanto se resaltan las muchas condiciones que comparten la ciencia y la religión, así como los límites hermenéuticos de una ciencia demasiado tentada de absolutismo cognitivo.

El libro inicia con una presentación de diferentes modelos de relación entre ciencia y religión, para discernir mejor el papel que puede jugar la sociología en el debate. A continuación se justifica la opción metodológica en favor del cuadro de análisis weberiano de la religión, que puede iluminar también algunas características de la ciencia. En efecto, los rasgos de “misterio”, “santidad”, “causación mágica”, “teodicea” y “soteriología” típicos del campo religioso, son susceptibles de aplicaciones al ámbito científico, para mostrar la “otra cara de la moneda”, o dimensiones menos conocidas, pero persistentes en la práctica científica.

Los capítulos siguientes presentan análisis pormenorizados del programa esbozado, con la ayuda de casos concretos y de narraciones muy oportunas. Comienza con la soteriología, para desvelar el “mito de la ciencia” y su carácter “sagrado”. No es difícil detectar instancias en las que la ciencia asume un papel “salvador”, lo que se incrementa a partir de algunas parcialidades en su intento de conocer la religión. Lo cierto es que basta un análisis de cómo se ha elaborado la historia de la ciencia, así como de los procesos que acompañan a la producción científica para darse cuenta de que el esquema narrativo del “progreso linear” se corresponde poco con la realidad.

La “santidad” es el punto siguiente, que se aplica a partir de una revisión de la “iconografía” que suele desplegar la divulgación científica, donde se describe a muchos científicos como héroes y en ocasiones como casi “mártires” de la causa. La crítica de los modelos que ofrecen los libros de texto universitarios es también útil a la hora de deconstruir ese mito. Los autores abogan por una lectura de la ciencia más como “práctica” que como “contenido”, un desplazamiento que debería facilitar el diálogo con la religión y evitar su asimilación (68). Esta parte concluye con un “caso de estudio” que ayuda a clarificar todo el enfoque: Newton y su modo peculiar de entender el papel de la ciencia, así como sus ambiciones totalizantes.

La tercera parte se consagra al aspecto mágico de la ciencia; primero a partir de un cuadro histórico que recorre las complejas relaciones entre la magia, la filosofía y la fe cristiana en el Renacimiento y el periodo de las Reformas, donde es fácil reconocer lo atormentado de aquellas relaciones y las muchas contaminaciones registradas, más allá de algunas simplificaciones historiográficas. Después se revisa la teoría de la causalidad científica para mostrar, a partir de una relectura del problema del SIDA, la persistencia de una mentalidad cercana a lo mágico. Esa mentalidad se evidencia más en el campo tecnológico y en el modo como se presentan algunas aplicaciones recientes.

La cuarta parte se dedica al análisis de la teodicea como componente de la ciencia. También aquí se recurre a un caso de estudio: la revisión de algunas concepciones evolutivas lineares a partir de la evidencia de catástrofes geológicas que condicionan todo el proceso y la teoría que lo entiende. El caso concreto de la “hipótesis de Alvarez” – la extinción de especies provocada por un meteoro – sirve para analizar en profundidad la ciencia como “práctica” que configura redes y alianzas, y avanza de forma más bien tortuosa; pero además el desenlace del debate obliga a reformular la “teodicea” característica de la ortodoxia evolucionista. Los autores concluyen con reflexiones de largo alcance sobre la posibilidad de compatibilizar teodiceas naturalistas con “histórico-salvíficas”, todo un tema que exige profundización.

La quinta parte, siguiendo el esquema weberiano, se refiere a la presencia del misterio a pesar de los niveles de objetividad alcanzados por la ciencia. Viene muy de propósito la referencia a las llamadas “guerras de la ciencia” que han tenido lugar en la última década y contraponían científicos realistas y críticos postmodernos, un debate que ha puesto en evidencia límites en ambas partes. Otro modo de abordar el tema del misterio es examinar el método científico para evidenciar sus zonas de sombra, su carácter “poco científico” o muy humano y social en ocasiones, el platonismo implícito, el imprescindible recurso a modelos y toda una serie de limitaciones. Parece justificada entonces la conclusión: “…está claro que la ciencia es una actividad interpretativa que requiere opciones humanas en cada paso de sus varios procesos” (179). Desde esta premisa se apunta a una relación entre ciencia y religión capaz de trascender el cientifismo y el integracionismo de una “armonía forzada”, hacia un modelo de colaboración para dilucidar diversos aspectos de una realidad imposible de reducir a un único nivel y visión. Cierran esta última parte un capítulo dedicado a plantear la visión hermenéutica como marco imprescindible de todo proceso cognitivo y a reivindicar la centralidad y necesidad del diálogo como única vía para comprender una realidad no reducible. Para ello se denuncian los peligros inherentes a una búsqueda de certezas absolutas, así como del relativismo. La realidad se presenta como múltiple, algo que se vuelve evidente cuando el individuo se mueve entre instancias diversas, lo que obliga a recurrir a cuadros cognitivos y de significación plurales, en correspondencia con las distintas “provincias de sentido”. La conclusión es que existen “redes de realidad” dentro de cada persona (204), lo que exige la intervención de distintos enfoques y hace inevitable el diálogo.

Considero esta obra una de las aportaciones de mayor interés y originalidad al estudio de la ciencia y religión en los últimos años; una muestra lúcida de cómo pueden colaborar entre sí diversas disciplinas sin merma de la posición teológica, una habilidad desgraciadamente poco común en este campo. Es admirable también cómo estos cuatro autores han podido colaborar para escribir un libro tan bien integrado, todo un ejemplo de “trabajo en equipo”, seguramente útil para los teólogos.

Las aportaciones concretas van en la línea del aprovechamiento de las nuevas propuestas de la epistemología y de la metodología científica, y – al final del libro – del desplazamiento de las tensiones al campo antropológico, donde encuentran una solución propia. No son del todo nuevas, pero están presentadas de forma más integral y eficaz, y sobre todo sin complejos ante los científicos, a quienes se dirige en ocasiones en un tono positivamente polémico.

Seguramente queda mucho por hacer en este campo, por ejemplo si se hubiera asumido la axiomática de la teoría de los sistemas de Niklas Luhmann, una de las orientaciones más prometedoras.

 

La teología puede aprender mucho de los desarrollos de la sociología de la ciencia, tanto en lo que se refiere a su propia constitución, como en lo que respecta a sus “relaciones externas”.

En primer lugar, se dan toda una serie de características del campo científico que son también propias de la producción teológica: también en nuestro caso se puede hablar de un “oficio” o de un hábito teológico que se adquiere sólo por experiencia y maestría; de una clausura necesaria que regula los derechos de ingreso, aunque – desde un punto de vista sociológico – sea inevitable la presencia de “externos” o de cierto “intrusismo”, que pretenden tener voz en un terreno que desconocen en profundidad. En el caso de la teología confesional se da además un “límite externo”, y es la necesaria dependencia de instancias de autoridad en grado de controlar la validez de nuevas propuestas de acuerdo con el propio canon. Algunos de esos temas recuerdan la visión de Lindbeck y de otros autores “post-liberales” que insisten en que la teología sólo se puede practicar a partir de una “familiaridad” con la doctrina.

También puede hablarse en nuestro caso de un “capital simbólico”, distribuido en instituciones y regulado en la interacción entre profesionales. Pero ya aquí saltan a la vista algunos contrastes que evidencian la particularidad del “campo teológico”, quizás más cercano al de las ciencias sociales. De hecho también en nuestro caso se plantea con fuerza el problema de la reflexividad y de cómo objetivar la realidad a la que hace referencia el discurso teológico. Ciertamente, en la medida que la teología quiera acercarse al standard científico debería ante todo aceptar la condición en la que Bourdieu – entre otros muchos – insiste: el sometimiento a la crítica y a la oposición más feroz, capaz de tomarse en serio la verificación de los resultados y de las nuevas tesis propuestas. Algo de eso ocurre entre nosotros en el proceso de recensión de obras teológicas y algún que otro debate en sede de congresos y jornadas de estudio; pero hay que reconocer que, comparado con otras disciplinas, ese nivel de comunicación que apunta a la verificación, es más bien poco intenso. La otra dificultad se asocia – de nuevo como las ciencias sociales – al carácter controvertido y pluralista de la teología, imposible de reducir a un único modelo. Más allá está la dificultad propiamente teológica de “objetivar” la realidad de Dios, punto de referencia último de nuestra disciplina, un límite de la capacidad humana de observación, y que sugiere la necesidad de recurrir a cánones históricamente establecidos y a accesos indirectos, como la verificación a partir de la recepción o consecuencias prácticas de las teologías formuladas. En el fondo el “capital teológico” depende del “capital religioso” cuya “circulación” está regida por normas bastante específicas y en ocasiones opuestas a la lógica y capital propios de otros campos sociales.

Por cuanto sé todavía no se ha realizado un estudio serio de las características del campo teológico y de sus condiciones institucionales, así como de sus vínculos inevitables a otras instancias; teniendo en cuenta el material publicado no sería difícil emprender una tarea reflexiva conveniente, especialmente en algunas áreas en las que la teología goza de un mayor prestigio académico y cuenta con apoyos y vínculos institucionales mayores. Creo que una reflexión de ese tipo ayudaría a explicar la deriva de la producción teológica en ciertas zonas de Europa en los últimos veinte años.

Por otro lado la invitación del grupo de Toronto a aprovechar los desarrollos de la sociología de la ciencia en nuestras tensiones con los científicos debería ser tomada en consideración, aunque sólo después de que los teólogos hayamos probado la misma medicina; de hecho no sería muy coherente mostrar a los científicos sus límites, descubiertos en procesos reflexivos, sin ser conscientes de los propios y de nuestras condiciones de producción (como advierte Bourdieu en la misma línea). También en este caso puede decirse que “quien esté libre de pecado, lance la primera piedra”, aunque el “pecado teológico”, sus límites, sean hoy mucho más patentes, y se requiera más bien poner en evidencia la debilidad de “los otros”; lo cierto es que sólo a partir de una modestia por ambas partes se podrá establecer un diálogo constructivo.



 
 
 
 
 
 
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