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Informazione sulla pubblicazione:
Recensione: E. Jüngel, Das Evangelium von der Rechtfertigung des Gottlosen als Zentrum des christlichen Glaubens: Eine theologische Studie in ökumenischer Absicht

 
 
 
Foto Oviedo Lluis , Recensione: E. Jüngel, Das Evangelium von der Rechtfertigung des Gottlosen als Zentrum des christlichen Glaubens: Eine theologische Studie in ökumenischer Absicht , in Antonianum, 74/2 (1999) p. 353-356 .

 

 




Sommario in spagnolo:

El diálogo ecuménico constituye uno de los esfuerzos más saludables del trabajo teológico y ofrece un ámbito rico de reflexión, en el que crece también el conocimiento de la revelación cristiana. Cabe percibir un doble resultado de esos esfuerzos: en primer lugar un acercamiento entre las posturas tradicionalmente enfrentadas, en un proceso que lleva a “aprender de los demás”; y, en segundo lugar, la profundización en la identidad de cada una de las confesiones cristianas, que en el encuentro con las otras cobran conciencia de su diferencia específica, de motivos que enriquecen un patrimonio común y que no sería bueno sacrificar en aras de un ideal de unidad demasiado uniformante.

E. Jüngel puede ser considerado como uno de los más respetados teólogos protestantes, por lo que sus obras cobran un especial interés, no sólo en los ambientes de las Iglesias Evangélicas, sino para todo cristiano. El libro que paso a reseñar, publicado recientemente, constituye una toma de posición rigurosa y enérgica a favor de la doctrina luterana de la justificación por la sola fe, en abierto contraste con algunas tendencias que, en la búsqueda de un mayor consenso entre las posiciones evangélica y católica, amenazan con sacrificar uno de los postulados centrales de la Reforma. El autor intenta al mismo tiempo responder a la cuestión acuciante sobre la identidad de la Iglesia Evangélica. Sin embargo no se trata sólo de un libro polémico o de apologética protestante, sino de un estudio profundo y muy bien articulado, un “texto” en definitiva, que reivindica la actualidad y pertinencia de ese teologúmeno, algo que no debe pasar desapercibido sobre todo a los estudiosos de antropología teológica y a quienes creemos en la fecundidad de los grandes debates en torno a la gracia que han marcado la historia del pensamiento cristiano.

El libro se divide en seis grandes parágrafos. La introducción plantea con radicalidad lo que está en juego en torno al principio de justificación: una cuestión en torno a la vida y la muerte, sobre Dios y sobre el ser humano. En palabras de Lutero: “sin ese artículo de fe el mundo no es sino muerte y tinieblas” (7).

El segundo parágrafo se titula “La función teológica del artículo sobre la justificación”. El autor reivindica su cualidad de articulus stantis et cadentis ecclesiae y refuta las reservas de K. Barth al respecto, para quien el reconocimiento de Cristo era lo central. No sólo: Jüngel repasa los ocho argumentos contra la centralidad reivindicada, a los que responde de forma ordenada: ni las críticas historicistas, ni las que formulara la historia de las religiones -que señalaban el carácter demasiado judaizante de la doctrina-, ni las acusaciones modernas que deducen de la visión luterana una imagen personal carente de libertad, ni los temores teológicos de que esa doctrina lleve a concebir un “Dios arbitrario”, son motivo para relegar la prioridad del artículo de la justificación, que significa todo lo contrario de lo que acusan sus críticos: una reivindicación del Dios de la vida y una antropología de la libertad (del justificado), que hacen de dicha doctrina una “categoría hermenéutica” (40).

El tercer parágrafo se titula “El acontecimiento de la justificación: la justicia divina”. Ofrece un recorrido filológico en torno al concepto de “justicia” atribuida a Dios, que va de la tradición filosófica clásica a los escritos paulinos, para demostrar que se trata de un concepto salvífico (58), lo que se recoge después en una profunda vivencia de Lutero: frente a la idea distributiva de justicia se propone una visión “creativa”: el Evangelio anuncia que Dios hace justos a los impíos, en la misma medida que Él es justo, algo que se vuelve más patente en la persona de Jesucristo, en quien la justicia se identifica con la gracia.

El cuarto parágrafo se dedica al análisis del pecado y a su “no-verdad” (Unwahrheit). Ante todo el autor recuerda el carácter teológico del pecado, que se comprende sólo desde la “relación con Dios” (77). El Evangelio permite reconocerlo como lo que contradice la voluntad divina de bien, que se centra en el “vivir juntos” (Zusammensein) (88). La negatividad del pecado se centra por el contrario en la “mentira” (Lüge). Tras estos principios Jüngel pasa a la aplicación antropológica: “El hombre como ejecutor y siervo del pecado” (97), lo que da ocasión para un estudio sobre el pecado original y su pertinencia teológica, a pesar del desprestigio que ha sufrido desde la Ilustración este motivo teológico, y de la intervención de K. Barth, que lo redujo a una figura de la condición pecadora. El autor recupera la designación luterana de peccatum radicale para caracterizarlo, y extrae su principal consecuencia: la falta de fe (Unglaube), que afecta incluso al cristiano (simul iustus et peccator) y le encierra en un “círculo diabólico” de culpa, orgullo, estupidez (Dummheit) (120) y desagradecimiento, para recuperar la expresión luterana de homo incurvatus in se, y que reclama salvación.

El quinto parágrafo es el más largo y polémico; su título es: “La justificación del pecador. Significado de la partícula de exclusividad (reformada)”. Se trata de una reivindicación del contenido más específicamente luterano del artículo de la justificación: la exclusividad que proclama frente a posiciones más inclinadas al compromiso o a las soluciones intermedias. Dicha exclusividad se centra en cuatro afirmaciones: solus Christus; sola gratia, solo verbo, sola fide. En definitiva sólo a Dios se le puede reconocer la capacidad de hacer justos; el excluido es naturalmente el ser humano, aclara Jüngel. Respecto del principio de exclusividad cristológica reconoce el autor que no es un monopolio luterano, sino que lo comparte con las otras iglesias, también con la Católica, aunque reprocha a los católicos la concesión de un protagonismo excesivo a María como mediadora, lo que afecta negativamente a ese principio (145 s.). En realidad la exclusividad cristológica debe ser contextualizada de forma conveniente -dice el autor- por lo que sólo se la comprende junto con los otros tres principios enunciados. La sola gratia retoma la gran controversia católico-luterana, que es revisada desde Trento hasta los intentos más recientes de armonización. El repaso sirve para acentuar más la especificidad y diferencia luterana y para rechazar la tendencia católica que en último término representa una antropología diversa: para la teología católica la persona es más activa que pasiva, más libre que liberada, más amante que oyente, una concepción que, lamenta Jüngel, también ha contagiado el “alma protestante” (169), gracias entre otros a Kant. Los principios de solo verbo y sola fide profundizan en la misma dirección: el ser humano es justo y pecador a la vez, lo que vuelve a poner sobre el tapete el clásico problema del alcance de la gracia o de sus efectos restauradores, o por el contrario de su extrinsecismo. La paradoja de la formulación luterana se resuelve en la alusión a la esperanza futura (186). También el debate sobre palabra y sacramento se resuelve a favor del primer término, pues el sacramento remite para su eficacia a la palabra del Evangelio. La sola fide por su parte alude a la fuerza salvífica de la fe, a su capacidad de constituir la persona (209) y al principio de sacerdocio universal.

El sexto y último parágrafo presenta algunas consecuencias prácticas para una “vida a partir de la justicia divina”: la liberación de la mentira vital, la vida entendida como servicio a Dios o “celebración” (Gottesdienst), el primado del ser personal y la comprensión de la justicia mundana en relación con la justicia divina. Resalta en este breve capítulo de aplicaciones la reivindicación de la diferencia entre “ser” y “hacer”, entre “persona” y “actor” o “ejecutor” (Täter) (227): mientras la persona es constituida por el indicativo divino que nos hace justos, el “actor” se autoconstituye a partir de sus acciones o realizaciones, con todas sus peligrosas consecuencias. La justicia humana, en toda su parcialidad, debe fundarse en la divina, no en cuanto asunción de una ley, sino en la medida que recibimos la justicia en Cristo y buscamos no la nuestra sino la de los otros: sólo en la referencia a la justicia de Dios recibida puede superarse la voluntad de imponer la propia justicia.

La obra de Jüngel es uno de los tratados mejor articulados y actualizados sobre la doctrina protestante de la justificación. Escrita de modo accesible y orgánico, representa un punto de referencia imprescindible para todo diálogo ecuménico. Leída desde un punto de vista católico hay que agradecer la claridad de las razones que expone en defensa de la identidad evangélica, fundada en la doctrina de Lutero, una claridad que es condición necesaria para el encuentro interconfesional. Además algunas de las razones e interpretaciones aportadas en relación con la doctrina de la justificación son de gran interés para todos los cristianos. Por ejemplo la insistencia en el “sujeto” humano como “pasividad”, receptor de la gracia y de la justicia divinas, frente a una antropología activista y del protagonismo personal, evoca toda una tendencia del pensamiento contemporáneo, sobre todo en los escritores de origen judío, que -como en el caso de Levinas- conectan la prioridad ética a la “condición pasiva del sujeto” ante el “otro” (¿un retorno quizás de la inevitable inspiración judía?).

No obstante la perspectiva católica sigue sintiendo la necesidad de marcar diferencias y de afirmar también la propia identidad, frente a tendencias demasiado disolventes o disipadoras de la propia tradición. De hecho Jüngel al afirmar esa pretensión de recuperar una identidad va paradójicamente contra el principio de pasividad que tanto proclama a nivel antropológico. Y eso es lo que precisamente sentimos en la antropología católica: el peligro de una carencia de identidad personal cuando se acentúan demasiado otras “dependencias” profundas y originarias. La convicción católica  tiene otro punto de partida: la de una criatura creada por Dios a su imagen para responder a un diálogo de amor, que no es interrumpido totalmente por el pecado, sino incluso profundizado a partir de la necesidad que sienten los humanos de perdón y de redención.

El realismo protestante, que reitera como hace Jüngel la completa corrupción de la condición humana, debería tener en cuenta de forma no menos realista los datos procedentes de la observación empírica sobre la capacidad de bien que exhibe obstinadamente el ser humano, por ejemplo en los casos de altruismo heroico. Tiene sentido acentuar la radicalidad de la postración personal para remarcar más el papel salvífico de Dios, al menos a un nivel trascendental, pero si la teología tiene que hacer las cuentas con la realidad, debería integrar también otros datos y respetar la complejidad irreductible de la naturaleza humana (¿resultado de su ser creado o de su ser pecador?).

Por lo demás es bueno recordar que el esfuerzo ecuménico y de búsqueda de la propia identidad se ve a menudo fuertemente condicionado por otros acontecimientos y por otras tendencias. En primer lugar está el problema concreto de la secularización, que afronta de forma dramática el protestantismo europeo, y que replantea con particular urgencia la cuestión no sólo o no tanto de su identidad, sino de su supervivencia: todo lo que contribuya a salvar la tradición evangélica-reformada en Europa de la hecatombe secularista debe ser saludado, también entre los católicos. En ese sentido la obra de Jüngel es bienvenida, pues se sitúa en el extremo opuesto de las tendencias teológicas que han contribuido –no sólo entre los protestantes- a la disolución del cristianismo occidental.

Por otro lado algunos sentimos que el diálogo ecuménico en curso ha sido y sigue siendo soprepasado por lo que pueden denominarse las “alianzas transversales” en campo teológico, a menudo implícitas pero no menos llamativas. Desde que Richard Niebuhr propuso su tipología de las teologías cristianas en cinco modelos, y de las sucesivas propuestas y reediciones (como la reciente y magnífica de H. Frei), se vuelve patente que las divisiones confesionales se entrecruzan con las metodológicas y las de tendencia: a menudo sentimos más diferencias entre dos teólogos católicos que entre un católico y un protestante, y viceversa. Lo mismo puede decirse de las semejanzas, lo que debiera dar que pensar sobre el pluralismo actual y cómo insertar en él los debates ecuménicos.



 
 
 
 
 
 
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