Oviedo Lluis ,
Recensione: REINHARD HÜTTER, Suffering Divine Things: Theology as Church Practice ,
in
Antonianum, 77/1 (2002) p. 180-183
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Summary in Spanish:
La teología protestante vive un interesante proceso de transformación. Haríamos mal en ignorarlo o en considerarlo irrelevante; mas bien hay que tomarlo como un “signo de los tiempos” que admite varias lecturas. La cuestión es que se observan claros síntomas de cansancio ante el predominio de la teología liberal, sobre todo en sede académica, y la voluntad de ensayar vías que permitan recuperar la eclesialidad de la tarea teológica, su decidida dependencia de la “doctrina” o del dogma, y una posición más afirmativa respecto de la modernidad.
La obra que comentamos ha sido originalmente un “escrito de habilitación” presentado y publicado en Alemania en 1997, aunque compuesto en los Estados Unidos, y vuelto a publicar en inglés en el ambiente en el que se forjó, y donde el autor – alemán – ahora reside y trabaja, algo que no deja de ser significativo en el panorama actual de la “geografía teológica”.
El ensayo de Hütter nace en conexión con la sensibilidad que se afirma a partir de Lindbeck y de su intento de proveer una “teología postliberal”, aunque sus raíces se hunden más profundamente en la contestación de Peterson y en la reacción de Barth frente a la teología liberal a inicios del siglo XX, y se conecta con un grupo de teólogos – muchos de ellos jóvenes – que se empeñan en reivindicar la validez axiomática del dogma frente a las seducciones de la razón moderna.
Podemos presentar este libro como un intento de recuperar la dimensión de “pathos” o “pasiva” de la existencia cristiana y de la reflexión teológica, que – ante todo – no son una “poiesis” o producción en sentido moderno, sino el resultado de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia. El autor reivindica dicha dimensión consciente de que se ha perdido o ha venido a menos, a causa de los avatares de la conciencia cristiana después de la Ilustración, demasiado centrada en el sujeto y en la historia, demasiado atenta a nuestra realidad y a los esfuerzos humanos, e incapaz de conectar con la verdad revelada y su autoridad salvífica.
Hütter ha escogido como método la conversación con diversos teólogos, sobre todo del siglo XX, un método que aplica de forma muy provechosa, para cosechar lo mejor de sus respectivas aportaciones. Pero, al mismo tiempo, el diálogo ha ido mostrando los límites en cada caso, y así, el discurso se orienta progresivamente hacia su punto de llegada: la recuperación del sentido “receptivo” de la existencia cristiana a partir de un énfasis pneumatológico y eclesiológico. Su recorrido parte del celebre debate entre Harnack y Peterson en 1928: estaba en juego la identidad y sentido de la teología protestante; mientras el primero apuntaba a la relevancia académica y política, el segundo acentuaba la dimensión eclesial y dogmática. Desde entonces, la cuestión de la relevancia moderna de la teología ha conocido distintas versiones, pero el dilema de fondo sigue siendo el mismo: entre una orientación más racionalista y científica, que se combina con su compromiso social y político; o bien, una posición más confesante, fiel al corpus doctrinal y centrada en la vida eclesial.
El primer gran interlocutor es Paul Lindbeck, a quien se dedica un largo estudio. Su aportación es fundamental a la hora de realizar un balance o diagnóstico sobre la deriva teológica presente. Resulta un recorrido en el que se suceden un modelo “cognitivo” o metafísico, otro “experiencial” o antropológico, y un último “cultural y lingüístico”, que constituye la alternativa actual. En este último paradigma el cristianismo es entendido como un fenómeno cultural, en el sentido de Clifford Geertz, y como una realidad de lenguaje, en un sentido wittgensteiniano. La teología aprende la gramática que controla dicho lenguaje para formular sus propuestas en clave pragmática o de promoción de la vida cristiana. Para Hütter falta todavía nervio a este programa, que debe seguramente ser completado.
Otro autor que entra en el diálogo es Oswald Bayer, quien se inspira en la tradición luterana para afirmar el “pathos” de la teología. Ante el juicio y la misericordia divinas, la reflexión cristiana deviene la crónica del perpetuo conflicto entre los humanos y el Dios que acaba perdonando, de donde emerge la promesa. Pero Hütter echa de menos en este interesante esquema un rol eclesial más decidido.
Continua la conversación del autor, esta vez sirviéndose de un segundo debate, el que protagonizaron Peterson y Barth en los años veinte. Estaba en juego el carácter positivo y “transparente” del dogma, frente a la visión dialéctica que defendía Barth. Para Hütter la discusión pone en juego en último término la tensión entre “institución” y “carisma” (108), como otros dos extremos que dividen a la conciencia eclesial y teológica. Su análisis revela una carencia pneumatológica culpable de la incapacidad de mantener vinculadas a la Iglesia, la doctrina y la praxis teológica. La “teología de la comunión” de Zizioulas – entre otros maestros ortodoxos – contribuye a obviar dicho déficit y a completar un cuadro que resultaba insatisfactorio.
El punto de llegada ya se adivina tras el recorrido hecho: la reivindicación de la Iglesia “visible” (131) como obra del Espíritu; el rol central que en ella juega la doctrina, como cuerpo de verdades de carácter salvífico, íntimamente ligada a sus “prácticas nucleares” (core practices); y la teología como una de esas prácticas insertada en la vida de la Iglesia y fuertemente vinculada a la doctrina. Dicha visión no implica una limitación de la libertad, sino su condición de posibilidad; y se conjunta con una comprensión de la Iglesia como “público” o “esfera pública” que reivindica su propia identidad y lenguaje, sin sometimientos a nadie, si no es a la acción del Espíritu y a la doctrina fijada. La teología es precisamente una “práctica discursiva eclesial” a partir de ese principio, y no una forma de “ciencia, filosofía, historia o filología de la religión” (166).
No es extraño en dicho contexto que las dificultades que se observan últimamente para definir el puesto de la teología en la universidad tengan que ver entonces más con la crisis de la universidad que con los problemas de identidad de la teología, que debería recuperar su estatuto dependiente de las exigencias eclesiales, y no de supuestos standards de racionalidad (166 ss.). Tampoco sorprenderá el desplazamiento de atención que promueve el autor cuando se consideran las relaciones entre Iglesia y sociedad, donde el centro de gravedad lo recupera el “publico eclesial” frente a otros ámbitos públicos” (169). El modelo propuesto supone una superación de algunas visiones limitadas de la relación entre teoría y praxis (teología de la liberación) (172 ss.), cuando se recupera el sentido “receptivo” de la tarea teológica.
El libro termina con unas consideraciones programáticas sobre la forma de concebir la teología y su fuerza discursiva. Llama la atención que el autor protestante utilice a Tomás de Aquino (no es el único que lo hace en esta nueva generación teológica) para fundar su percepción de un discurrere teológico claramente enraizado en la Palabra revelada y que sólo puede razonar desde ella.
La obra de Hütter puede ser recibida de varios modos: como una sana provocación que invita a repensar y corregir algunas tendencias teológicas que han agotado ya su ciclo de relevancia; como un síntoma de las tensiones propias del ambiente eclesial y académico protestante (y quizás no sólo); como una propuesta de método teológico a desarrollar; e incluso como un programa de “teología fundamental” que reconstruye de forma orgánica las relaciones entre teología, Iglesia y dogma.
Desde la perspectiva católica, esta última aportación no hace más que confirmar una línea de trabajo que se prolonga desde hace décadas en el intento de tematizar dichas complejas relaciones, y que, en general ha mantenido una tensión que seguramente se había perdido en otros ambientes teológicos. La manualística en ese campo confirma mucho de lo que ahora reivindica Hütter con pasión. De todos modos sería injusto ignorar su relevancia incluso para el ambiente católico, pues los factores de revisión cultural e ideológica que han entrado en juego en los últimos veinte años no son indiferentes en nuestro propio contexto. El énfasis en la dimensión pneumatológica, eclesial y dogmática de la teología es bienvenido entre nosotros porque también experimentamos tendencias centrífugas e ilusiones de modernización experimental, a menudo defraudadas en la práctica.
Sin embargo, cuando todo ha sido dicho, y se ha reafirmado una postura necesaria, queda abierta – a pesar de todo – la cuestión de las relaciones entre la fe y las formas que asume la razón en nuestro ambiente histórico; un problema que seguramente origina una circularidad inevitable. La posición de Hütter – entre otros teólogos de la línea “intraeclesial” – expresa un punto en dicha dinámica, pero un punto que no puede permanecer estable por muchas razones. Una entre ellas, que no es banal, es que si se reivindica la dimensión eclesial y su carácter visible, tarde o temprano habrá que hacer las cuentas con una racionalidad que nos ayude a organizar la vida de la comunidad cristiana, algo que no puede suministrar la sola doctrina.
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